viernes, 13 de julio de 2012

Adiós Sol, gracias por todo...

El otro día fui a montar en bici. Si viviera en una ciudad como Alcalá de Henares, la cual está muy cerca de este lugar, hubiera sido un ejercicio de alto riesgo para mi integridad física, dado que una de las muchas mentiras de su gran alcalde fue la del carril-bici que no existe. Uno de los numerosos casos que se han dado en esta bonita piel de toro llamada España, de donde son mis antepasados, por lo menos los inmediatamente recientes (y con esta expresión me refiero a 200 años atrás, etapa ridícula comparada con los muchos más años de existencia de este planeta, pero por lo que ya tengo que levantar la voz con orgullo y defender mi españolidad, otro invento humano, mucho más antiguo y complejo).

Pues no montaba en Alcalá. El final de mi calle es un campo de trigo, de hecho es un campo conocido como El Trigal, nombre muy apropiado por cierto. De allí parten una serie de planicies donde hay diferentes caminos, que serpentean entre olivares, y un monte con pinos desde donde se ven las majestuosas montañas a lo lejos, y todo Madrid, con su perfil amenizado con torres que se empeñan en tocar el cielo. De hecho, en la cima dislumbramos a lo lejos hasta Guadalajara.

Pero de lo que yo quería hablar era, en realidad, de la puesta de Sol que pude ver. Es curioso, me encantan. Me podría gastar cientos de miles de euros en Spas, en fiestas y en cosas asombrosas (si los tuviera, por supuesto), y sé que nada igualaría a esos momentos que se me regalan día tras día. Siempre intento pararme a ver los dibujos que hacen las nubes, que juegan allá arriba con colores impensables. Sólo hay que mirar al cielo, y disfrutar con el maravilloso cuadro que se nos presenta, y que ningún artista humano podrá igualar. Pero ese momento fue especial. Había sido un día duro, muchas decisiones difíciles y desencanto, que se esparcía desde mi alma hacia todos los poros de mi piel, para salir a bocanadas en lágrimas de desilusión.
Cogí mi bici y me perdí entre aquellos árboles retorcidos, entre el trigo amarillento y las tenues colinas amarronadas. Subí al monte. En la cima, me sorprendió una luz dorada que me envolvía. Bajé de la bici, y con el perfil de la inquieta Madrid como fondo el Sol se fue despidiendo poco a poco, llevándose consigo todas mis preocupaciones, que tanto me hacen sufrir. El color del atardecer, que envuelve con su luz especial cuanto toca, se había apoderado ya de todo mi entorno, introduciéndome en una atmósfera especial. Poco a poco fue tornándose anaranjada, mientras algunas nubes alargadas hacían acto de presencia y rallaban el astro brillante, que se despedía entre morados y rojizos.

Cuando volví, en el fondo de mi ser, e iluminando mi senda, se encontraban todos esos colores apaciguando las circunstancias que se presentaban, dándoles una nueva forma forma, haciéndolas posibles, dándome fuerza, formando parte de mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario