lunes, 12 de marzo de 2018

El puente



Érase una vez un puente que no iba hacia ninguna parte. No cruzaba ningún río, no había un abismo debajo de él que justificara su existencia. Simplemente, estaba allí.
Era de colores, aunque no recuerdo exactamente de cuáles. Tenía ciertas tonalidades amarronadas que hacían que el caminante se confundiera, y pensara que iba andando por el camino recto que corría paralelo a este. Pero, de repente, aparecía un adoquín verdeazulado, o amarillo, o un rojo repentino que cejaba al viandante por unos segundos, que le perdía y le hacía transitar sin rumbo en ese puente hacia ninguna parte.
El puente había sido construido en una noche, apareció de repente, y hay quien vio una sombra que se alejaba andando en zigzag.
En principio, nadie tendría que haber caminado por él. Era largo y tortuoso, y cambiaba de rumbo según su propio (desconocido) criterio. Iba y venía por entre poblaciones que a nadie importaban, por entre valles que podían ser floreados o tremendamente inhóspitos, según la época del año. Además, al contrario de lo que pasaba con los conductores de coches que se movían cómodamente por una bien construida y recta carretera, aquí había que hacer todo el camino a pie.
Los adoquines estaban, en la mayor parte de los casos, desencajados y fuera de su sitio. Eran traicioneros y, cuando más tranquilamente andaba el incauto caminante, se adelantaban de improviso y este se solía dar de bruces contra el suelo. Era, de hecho, habitual encontrar transeúntes perdidos por el puente, cansados de vagabundear sin destino, hartos del capricho de una construcción que no tenía motivo ni porqué.
Pero todo cambiaba cuando salía el sol. Durante esos instantes, no importaba no ser de aquí o de allí. Y se paraba el tiempo, por unos momentos de imposible felicidad pasajera. De repente, la carretera tampoco iba hacia ninguna parte, y los (habitualmente) seguros conductores perdían la orientación.
Ya no había necesidad de andar, todo cobraba un extraño pero bello sentido. Y era mágico, porque en una sociedad que tiene explicación para la vida y la muerte, y el amor y la mentira, y la risa y la violencia, y de nuevo el escurridizo amor… en ese mundo de explicaciones y consejos, de gente con los pies en el suelo…
De repente, había silencio.
Hablaban los colores de los adoquines, reluciendo como si alguien hubiera pasado un paño mojado por encima. Charlaban los unos con los otros, en su idioma siempre recién nacido, produciendo un enigma con el chocar de sus paredes pintadas.
Tras esto, claro, volvía el caos.
Los cegados viandantes del puente hacia ninguna parte seguían su camino, de nuevo sin motivo, de manera inexplicable, incapaces de caminar ya por el recto sendero que corría paralelo a su lado.
Quizá merece la pena caminar sin rumbo -pensaba uno de ellos-, siempre desquiciado, equivocándome a cada paso… por conocer la belleza, y el silencio, y por dudar y saber a partes iguales. ¿Por qué será que me siento vivo?
Quizá.

lunes, 26 de febrero de 2018

La mujer que no sabía escribir


Resultaba agotador. Todos los días, a las cuatro y media de la mañana, se levantaba y preparaba desayunos, y recogía y cocinaba, y llevaba y traía y besaba y nunca soñaba en un mundo que era demasiada realidad.
           
Siempre había disimulado, desde que había conocido al “hombre de su vida”. El que le dijo qué bellos ojos tienes, me enamoran tus lunares, jugaría con la sombra de tus pestañas bajo las estrellas. Claro está que ella le creyó. Se enamoró de sus bromas, de sus miradas, de sus caricias. No oyó los consejos que la intentaban advertir, que él no era como ella, que eran diferentes y nunca podrían ser. Que el enamoramiento pasa, y a ella le iba a tocar observar cómo las cartas se las llevaba el viento.

Tenían razón, claro. Pero, para cuando ella se dio cuenta de que había otros lunares, otras pecas y otros ojos brillantes bajo la luz de la Luna, ya había hipotecado su vida entera. Y quiso a sus hijos, y puso la otra mejilla, y disimuló su ignorancia anacrónica pidiendo a un Dios en el que no creía con oraciones aprendidas de memoria.

El día que él se fue, y la dejó con unos niños que empezaban a volar solos, miró la puerta cerrada. Casi podía oír las risas de la vida que seguía fluyendo, de la música que nunca iba a ser para ella, de la danza en la que jamás participaría y de las fiestas a las que nunca sería invitada.

¿Qué había pasado? ¿Era esto vivir? ¿Perder la vida entera por unas personas para las que era un trasto más en un caserón polvoriento?

Le vio volver, a por sus cosas. Cuando entró, él vio algo nuevo. ¿Dónde estaba? La buscó y la buscó. Cierto sentimiento de deuda le apretaba el corazón y no le permitía alejarse sin más, de alguna manera inexplicable tenía que volver a ella, explicarle que no lo podía evitar, que nunca la había valorado, que nunca era tarde para volver a sentir sus lunares bajo las yemas de sus dedos.

Pero ella ya estaba lejos. Se había cansado de leer entre líneas, con el peso de su propia ignorancia. De vivir a remolque entre gente que parecía merecerlo todo, saberlo todo. Nunca podría leer esos libros, nunca abrirlos, jamás manosearlos, ni pintarlos, ni gozarlos. Nunca aparecería el insomnio del que espera saber un final que se resiste, ni por asomo una lectura conocida. Él siempre estaría veinte capítulos más allá.

Aprendió a leer en las caras, mordiéndose los labios cuando la vergüenza acudía, con el pesado lastre de décadas de silencio. Quedó como una idiota. Reconoció su agrafía entre desconocidos que se buscaban en un camino incierto, encontrando mientras caminaba voces como libros que le indicaban un sendero intransitado.

Viajó, sola. Su equipaje lo componía su día a día, sin un futuro asegurado.
            No volvió.

jueves, 11 de enero de 2018

México. Lindo.



Cuál será la causa, cuál el motivo. Porque no tiene sentido, explicación, un fundamento racional. Camino, como siempre lo he hecho, atrapada en un sueño que construye castillos en el aire, y se alimenta de instantes tan bellos como escurridizos.

Camino entre tinieblas, sin saber dónde colocar el pie en mi siguiente paso. Rodeada de trampas, reales e imaginarias. Reviviendo una y otra vez un tiempo que ya fue, y que muy difícilmente volverá a repetirse.

¿Es justo que esos momentos, para otros habituales, se sucedan sin una cadena que los una? Son eslabones perdidos, que flotan a la deriva en mi mente caprichosa.

A veces creo que no puedo conocer a nadie, que esas complicidades inexplicables, que mueven el mundo y lo colorean y lo adivinan y siempre lo cuestionan, se seguirán sucediendo esporádicamente, sin nombre ni dueño.

Entonces pienso, de nuevo, en ese momento en el que todo encajaba.

Y te veo, con tu nombre y apellido, una personalidad sorprendente y un aire único. Con tus dificultades y los muros que nos separan. Con el peso de la distancia.

Y me rindo. De nuevo.