sábado, 29 de noviembre de 2014

Una licenciada más

Y ya está. De un plumazo, una vida entera es distinta. Toda una personalidad en un instante, que se ve venir, acercarse despacio.

Que revoluciona toda tu existencia, que se apodera de tu mente y le da un cierto sentido a tu existencia.

Entregar todas tus esperanzas a un momento, a un papel que una ráfaga de aire se puede llevar, y que se acabará llevando cuando tú ni siquiera pertenezcas a la memoria de los pobladores del mundo.

Y cuando todo ha pasado...

andar por la calle mirando al frente, mirando y no viendo.

Dejando que tus pensamientos vuelen libres y no sentirte culpable por ello; es más, aprovechar esos momentos, observar cómo van tomando forma y revolotean a tu alrededor.

jueves, 9 de octubre de 2014

Sensaciones

Hilera de estanterías ordenadas. Los libros, sus páginas, sus palabras, la tinta de la  que se componían estas palabras (en cada una de ellas un concepto, una idea, una realidad nombrada, un contexto diferente, un sonido mental que te transporta, que te eleva, que te hace humana). Amplios ventanales que nos mostraban la ciudad, tan viva y tan antigua a la vez, que crece y muere cada día un poquito, y vuelve a renacer de sus cenizas gracias a las palabras, que pueblan las páginas de los libros de los estantes de las hileras de estanterías, a las que ya no les afea el rostro una capa de polvo, que no brillan, que envejecen por el uso, que mueren con una sonrisa de tinta en sus labios de papel.

lunes, 4 de agosto de 2014

Ficción

Últimamente me pregunto muchas cosas, quizá demasiadas... sobre mi vida, sobre lo que veo que podría ser, sobre lo que en realidad es, sobre los recuerdos, que se van amontonando los unos sobre los otros, cogiendo polvo, perdiendo consistencia, transformándose en ecos lejanos, de risas, de miradas, de palabras nunca pronunciadas y de algunas que, a lo mejor, nunca debieron salir de mis labios...

¿Es que todo pasa por algo? ¿O en realidad todo forma parte del juego de la vida, y no somos más que fichas sobre un tablero que otros dispusieron para que intentáramos encontrar el sentido a este sinsentido, pensando que si seguimos dichas pautas encontraremos la tan ansiada felicidad?

"La ficción es el arte de la mentira", pero al realizar esta afirmación, estamos dando por hecho que lo que nos rodea es verdad, y ¿cómo podemos estar seguros de que esto es así, si el tablero ni siquiera se sostiene sobre justicia, sobre paz, sobre bondad? Y no me refiero a las guerras y al hambre en el mundo, sino al hecho de que en la mayoría de los ambientes que componen nuestra absurda sociedad de consumo, la mera apariencia se convierte en la carta de presentación y en la máxima obsesión de las fichas que somos los humanos que somos los números que, finalmente, no somos nada.

Lo cierto es que yo, inmersa en esta sociedad, respirando en ella, cada vez voy pensando con más fuerza que en las ficciones, y en el arte en general, se encuentra la auténtica Verdad, la que, sin riesgo a incorrecciones gramaticales, podemos escribir con mayúscula. Esto es así porque a la hora de escribir una novela (o lo que es lo mismo, de poner en pie un hipotético mundo de palabras y papel), entramos dentro de lo único que podemos considerar como nuestro, o lo que es lo mismo, todo lo que se amontona en nuestro interior a través de las vivencias, todo aquello que sobrevive al peso inasumible de la sociedad hipócrita: los ecos de las sonrisas, de las miradas, de las carcajadas, del miedo, del terror, de la tristeza, de las lágrimas... lo que da consistencia al hecho de que verdaderamente Somos Personas, y no nos limitamos a existir. Lo que traspasa las fronteras del puro físico, de la pura norma.

Una buena novela, o ficción, o cuadro, o interpretación, se nutre de lo que nos diferencia de todos lo demás, nos transporta fuera del tablero normativo y nos permite, durante unos instantes, rozar la más íntima y plena libertad.

No somos fichas, ni es simplemente la verdad lo que nos rodea, ni es una pura mentira la ficción.

Ni mis recuerdos amontonarán polvo en lo más intrínseco de mi ser...

martes, 1 de julio de 2014

Sanjuanes



Y entonces, durante unos días que parecen minutos que parecen segundos, se te permite el lujo de olvidar.

Y no hay problemas,

no existe la norma, ni el qué dirán, ni el "es para mañana",

ni siquiera el día o la noche.

Solo hay cantos, solo baile, solo sonrisas.

Y entonces vuelves.

Y te das cuenta de lo que has vivido.

sábado, 21 de junio de 2014

Carpe diem

"Vive el momento". Hasta hace relativamente poco tiempo, la significación que estas palabras latinas tenían para mí se relacionaba con un concepto de libertad romántica, en el cual había que exprimir la vida al máximo, ser impulsiva, valiente; una persona para la que cada momento fuera una aventura, y para la que los segundos pasaran sin darse ni cuenta, sin pensar que pasan ni en que llegará el día en el que ya no haya más para gastar. O, dicho de otra manera, lo contrario de lo que, durante algún tiempo, parecía ser mi propia vida. Tengo una cierta tendencia a los pensamientos abstractos, que se entrelazan en las ramificaciones de mi imaginación, acabando muy lejos de mi tiempo terrenal. El problema es que mis imaginaciones son caprichosas y, en ocasiones, ambiciosas, llegando a producir un abismo entre mi existencia vital y la realidad soñada por los entresijos de mi pensamiento. Esta dualidad mal asimilada me entristecía enormemente, pues veía que el carpe diem, la vida intensa que soñaba para mí, se tornaba inalcanzable en mi propia realidad. Cada movimiento era pensado y analizado con cautela, casi con miedo, sopesando y sintiendo las consecuencias y posibles caminos de cada uno de mis pasos en la vida.

Después de mucho pensar, de implorar al universo un cambio de personalidad que nunca llegaba (ni llegará, afortunadamente), de suplicar un lugar en la vida; un día, derrotada, descubrí sin darme cuenta mi carpe diem, mi "vive el momento", mis segundos repletos de vida. Y fue en algo que siempre había estado allí, esperándome. Bécquer estuvo acertado en su definición: "Del salón en el ángulo oscuro, de su dueña tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo, veíase el arpa". Efectivamente, mi violín no estaba en un ángulo oscuro, ni estrictamente en silencio, y ni por asomo se me había olvidado su existencia física, pero desde hacía demasiado tiempo había olvidado cuál era su verdadero sonido. Porque sí, yo tocaba, incluso iba pasando los cursos de una carrera que parecía ser interminable, pero no sentía la magia, el por qué, de la música.

Ella, la Música con mayúsculas, ha dejado de ser un yugo y se ha convertido en un símbolo de libertad. Pero no me refiero a la utopía romántica, sino a la sensación de que, mientras tocas, los segundos en los que el sonido puebla el aire son inmensamente tuyos. Cuando sientes las armonías, cuando percibes que el estudio no lleva como resultado tocar "bien" o "mal", sino que te permite explorar cada vez más y más en el sonido que te envuelve, que cada vez está más relacionado con lo que tú eres, con lo que sientes, con lo que has oído y lo que oirás, estás viviendo el soñado carpe diem. Mientras los átomos que te rodean están cargados de la música que sale del alma, o de las entrañas, o de las lágrimas, o de las sonrisas que nunca salieron, o de los ecos de otras músicas, no existe el antes ni el después, el ayer o el mañana, solamente ese momento, único, irrepetible, intenso, y repleto de vida.

No es necesario vivir al límite, ser irreflexivo o impulsivo. Está bien ser así, el mundo es hermoso porque está lleno de colores, de formas, de sonrisas... pero yo he elegido mi propia forma de carpe diem.

Y eso me hace feliz.


lunes, 16 de junio de 2014

El estudiante viajero

¡Lo cojo, lo cojo! ¡Venga chica que llegas! Y sí, tengo asiento. Vale, no estoy nervioso. He estudiado, si me pongo a pensarlo seguro que lo tengo… el andaluz, seseo, yeísmo, frontera este oeste… ¿qué era lo otro? ¡No puede ser! A ver, sí, Vallecas ya… pues la que dice las paradas es yeísta… ¡Concéntrate! Buf, es imposible con este chico al lado, ¿no se ha enterado de que hay móviles con cascos? ¡Una señora mayor! Total, por dos paradas… De nada. Esas gracias… ¡ya lo tengo, apertura vocálica! ¡Gracias a usted señora!

(Dedicado a los futuros filólogos, y a la peculiar manera con la que empiezan, o mejor dicho, empezamos, a percibir las realidades que nos rodean; las cuales, paulatinamente, sin prisa pero sin pausa, están dejando de ser insulsas).

viernes, 28 de febrero de 2014

Soria, pura vida


No sé qué pasa por mi cabeza últimamente; quizá sea este invierno tan largo, a lo mejor son las demasiadas cosas por hacer, la necesidad de un descanso... o también puede ser esta sensación tan amarga que aparece de vez en cuando, y que me hace sentir como pez fuera del agua, como nube solitaria en el inmenso cielo azul, como una hoja indecisa movida por el viento, de acá para allá, sin rumbo, sin por qué, sin algo que la sujete a ninguna parte... Un nervio que recorre mi cuerpo en ráfagas eléctricas de escalofríos traidores, oir que la gente me habla y no entender nada, un vivir de sueños, con la cabeza en otra parte, más cerca del sonido del viento que de las voces que me rodean...

Existe un lugar en el que mi ritmo de vida es lo suficientemente pausado como para poder ver a distancia mis sueños, en el que no me da miedo volar. Pasear a la orilla del río, oir el sonido de los álamos movidos por el viento, sentir el frío arañando tu rostro, golpeando tus manos, dejando que los demás adivinen tu sonrisa resguardada en la bufanda por el brillo de tus ojos... la gente no habla, canta, se esmera en decir todas las letras de las palabras, sus eses, sus puntos, sus des intervocálicas...

Te echo de menos, mi querida Soria. Por todo lo que he dicho, por todo lo que he vivido allí, porque en cada esquina hay un recuerdo de un tiempo en el que tú, Soria, eras el único lugar donde me permitía el lujo de soñar viviendo, y no solo soñar despierta. Te echo de menos porque la soledad de los viejos caserones y de las desiertas calles, aunque parezca una paradoja, a mí me hacen sentir viva. Sí, es un tópico, de esos de los que me encanta echar pestes, el tópico del romántico que se pierde huyendo del mundanal ruido, pero es que este ruido mundano que me rodea es ensordecedor, me persigue y, en ocasiones, acaba por atraparme.

El sonido del agua, la silueta de los árboles centenarios, la mirada de las personas tranquilas... Reflejo del reposo del alma que busco y no consigo encontrar, que se me escapa entre las yemas de los dedos, que va y viene, inconstante, dejándome en este mar embravecido echando de menos mi asidero castellano...

domingo, 5 de enero de 2014

Una noche de terror

      -  ¿Seguro que no vas a tener miedo?
-        -   Sí mamá…
-       -  Para cualquier cosa, he dejado mi teléfono y el de papá en la mesilla. Y también el de casa de los abuelos, y el de urgencias, y el de…
-         -  Por favor, cariño- la interrumpió su marido- vamos a llegar tarde y estaremos de vuelta para la cena. Que la niña ya no es un bebé.

Pero María todavía tuvo que aguantar un rato más de recomendaciones maternas, hasta que, finalmente, sus padres se fueron. Con diez años, era la primera vez que se quedaba sola en casa. Y, aunque delante de ellos se había hecho la valiente, la verdad es que la situación no le hacía demasiada gracia. En su anterior hogar no le hubiera importando gran cosa, pues se trataba de un bullicioso bloque de vecinos en pleno centro de la ciudad. Cuando se sentía sola, no tenía más que mirar a la ventana y ver durante todo el día infinidad de coches y personas que iban de un lado para otro. Pero entonces, vinieron las calamidades, ya que a la tristeza infinita que desprendían los ojos de su madre (depresión lo llamaban los mayores), se le sumó la muerte de su querido abuelito. Ante tanto desconsuelo, al padre de nuestra protagonista no se le ocurrió otra cosa que dejar el agotador trabajo de oficina y volver a su pueblo natal. Trabajaría en el restaurante familiar, y aunque su nivel de ingresos sería menor, podrían vivir tranquilos. Así que, de la noche a la mañana, toda la familia se instaló en aquel rincón apartado de los montes de León.

Hacía ya un año de todo aquello, tiempo en el que su madre había ido recuperando, poco a poco, la sonrisa. A María no le había costado demasiado trabajo hacer amigos entre los pocos niños del pueblo, con los que jugaba por los campos. Casi todo había salido a pedir de boca, pero había un detalle, del que no podía hablar con nadie, que le atormentaba… y no era otro que su casa. Recordaba perfectamente lo que sintió al entrar en ella por primera vez,  pues nada más cruzar el umbral de la puerta, notó que algo extraño flotaba en el ambiente. Su familia no lo percibió y parecía encantada de poder estar allí, pero ella siempre estaba alerta. La primera noche fue una de las peores de su vida. No pegó ojo en aquel enorme camastro, ya que el aire estaba infestado de ruidos: el viento que aullaba lastimoso, como avisando de que algo malo se acercaba, unos golpes secos que, cada cierto tiempo, la sobresaltaban y el chirriar de una ventana distante, que se asemejaba a la risa de una malvada bruja. Y no podía moverse de allí, ya que, entre su habitación y la de sus padres, había una distancia de dos salas sombrías que en aquel momento le parecían inabarcables para sus temblorosos pasos. Cuando, al día siguiente, comentó lo terrorífico de la noche desvelada, su tío, que había ido a saludarles, entre risas la llamó “niña mimada de ciudad” y le dijo que esos ruidos eran lo corriente en las casas antiguas de pueblo. María, avergonzada, se prometió a sí misma que investigaría por su cuenta cada rincón de todas las habitaciones hasta dar con la clave del misterio que sabía que había detrás de aquellos ruidos. En sus labores de búsqueda (siempre de día, por supuesto), había encontrado un desván repleto de cosas antiguas y olvidadas, donde su intuición le decía que encontraría lo que buscaba.

Esa era la situación cuando sus padres la dejaron sola durante toda una tarde fría de invierno. Volverían por la noche, pero nadie diría que todavía era de día, pues el sol les había abandonado hacía tiempo, y mientras ellos se alejaban calle abajo, negros nubarrones se arremolinaban en el cielo. Efectivamente, la lluvia no se hizo esperar, y de qué manera. Sentada en el sofá, la mirada fija en la página que no lograba acabar de un libro cualquiera, María escuchaba los goterones que llegaban a la empapada tierra con rabia. El ensordecedor ruido que parecía romper el techo le hizo pensar que la lluvia estaba dando paso a un furioso granizo, acompañado por lejanos y aterrorizadores truenos. El terror iba en aumento. “Pero qué estoy haciendo, soy mayor. Es solo una tormenta” pensó. Así que, con un coraje desconocido, decidió obviar el ruido que venía de fuera y ducharse. Le encantaba el momento del baño. Podía estar horas allí dentro, disfrutando del calor del agua hirviente en invierno y el frescor del agua cuando hacía calor. Además, el universo de la bañera era convertido a veces en escenario, donde, apoyada por una marea de seguidores invisibles, cantaba con pasión sus canciones preferidas.

Así que, rodeada en el exterior por una feroz tormenta y en el interior… no quería ni pensarlo, María empezó a ducharse. El maravilloso olor del jabón enseguida impregnó el aire del cuarto de baño, lo que le permitió un momento de tranquilidad. Pero, de repente, un trueno le recordó su penosa situación; además, desde el salón escuchó el sonido del teléfono. Al principio pensó no contestar, pues su amiga Fátima le había contado un estúpida historia el otro día, en el que aseguraba que el alma en pena de un labrador que se había suicidado hacía unos dos meses acechaba por las calles del pueblo, llamaba a las puertas y a veces por teléfono, y con una voz de otro mundo te avisaba de que algo horrible iba a suceder. En ese momento le había parecido una historieta absurda, pero aquella noche, mientras el viento ululaba en las ventanas y los truenos proliferaban en el cielo encapotado, no le parecía tan increíble. Ante la insistencia de la persona que llamaba, no tuvo más remedio que envolver su cuerpo mojado en una toalla e ir arrastrando los pies hasta el salón. Una leve inquietud le hacía templar ligeramente mientras descolgaba. Entonces, después de su tímido “¿Diga?”, oyó lo peor que hubiera imaginado nunca, pues una voz de ultratumba, que parecía sacada de los mismos infiernos, dijo:
-        
-              -  Hola.

Tan solo esta palabra provocó un estallido de pánico en la pobre María. Su corazón se paró en seco y un aluvión de lágrimas acudió veloz a sus ojos. Eran lágrimas de terror. En menos de lo que se tarda en contarlo, un silencioso grito de pánico revolucionó su interior, pidiendo clemencia. No pudo evitar levantar la vista, y le pareció que miles de maliciosos ojos la miraban por todas. La casa lo había conseguido. Todos esos fantasmas la habían estado avisando de que se fuera de allí, pues aquel era su sitio. Y ahora iba a pagar las consecuencias. La iban a matar, a asesinar, a despellejar. Iban a hacer de su cuerpo cachitos diminutos. “¡No por favor!” pensó.  

La voz al otro lado del teléfono, ante el silencio, volvió a hablar:
-          
-              - ¿Hola? María, soy el tío Juan. ¿Están tus padres en casa?
-           - ¿Eh? - titubeó nuestra protagonista – no están, vendrán en un rato, les diré que has llamado.


Cuando colgó, se tuvo que sentar un momento en el sofá, así, mojada y envuelta en toallas. Sentía todavía que los latidos de su corazón le golpeaban con furia el pecho y necesitó un momento para tranquilizarse del todo. De nuevo, miró a su alrededor. Ese fue el instante en el que se reconcilió con esas paredes, en el que se dio cuenta de que tan solo era una casa vieja, y lo demás producto de su imaginación. Una vez se hubo recuperado del susto, incluso se permitió el lujo de reírse a carcajada limpia por lo que había pasado. Y de este modo, sonriente, volvió para cantarle la mejor de sus canciones a su invisible audiencia, al calor del agua que caía en la bañera.

sábado, 4 de enero de 2014

¿Por qué escribir?

La necesidad de escribir es el colofón de un proceso que empezó hace mucho tiempo, en mi infancia. El primer recuerdo que conservo con un libro en las manos es incluso de antes de saber leer, ya que me pasaba horas enteras hablando con esos dibujos e imaginando historias con ellos. Cuando por fin aprendí, devoraba sin ningún tipo de filtro todo lo que caía en mis manos, incluso enciclopedias y libros de filosofía. Me gustaba leer en voz alta y hacer voces. A veces escribía, pero no era una prioridad. Lo que provocó que mi relación con la palabra escrita cambiara a la de creadora fue la soledad, que en mis momentos más bajos sentía como una presencia que iba haciendo de mí un ser cada vez más pequeño, aislado y desgarrado. Poco a poco, las lágrimas se fueron convirtiendo en palabras, en historias en las podía caminar sin el vacío opresor que dominaba mi existencia. Llegó un momento en el que dejé de tenerle miedo a la soledad. Acompañada de palabras, las caras ya no eran inhóspitas, sino historias por contar, y el viento ya no me despeinaba, sino que hablaba. Así que, en definitiva, escribir es mi bastón, mi remedio y mi enfermedad, mi locura y mi cordura, a veces la razón de mi existir, y siempre mi vida.