domingo, 5 de enero de 2014

Una noche de terror

      -  ¿Seguro que no vas a tener miedo?
-        -   Sí mamá…
-       -  Para cualquier cosa, he dejado mi teléfono y el de papá en la mesilla. Y también el de casa de los abuelos, y el de urgencias, y el de…
-         -  Por favor, cariño- la interrumpió su marido- vamos a llegar tarde y estaremos de vuelta para la cena. Que la niña ya no es un bebé.

Pero María todavía tuvo que aguantar un rato más de recomendaciones maternas, hasta que, finalmente, sus padres se fueron. Con diez años, era la primera vez que se quedaba sola en casa. Y, aunque delante de ellos se había hecho la valiente, la verdad es que la situación no le hacía demasiada gracia. En su anterior hogar no le hubiera importando gran cosa, pues se trataba de un bullicioso bloque de vecinos en pleno centro de la ciudad. Cuando se sentía sola, no tenía más que mirar a la ventana y ver durante todo el día infinidad de coches y personas que iban de un lado para otro. Pero entonces, vinieron las calamidades, ya que a la tristeza infinita que desprendían los ojos de su madre (depresión lo llamaban los mayores), se le sumó la muerte de su querido abuelito. Ante tanto desconsuelo, al padre de nuestra protagonista no se le ocurrió otra cosa que dejar el agotador trabajo de oficina y volver a su pueblo natal. Trabajaría en el restaurante familiar, y aunque su nivel de ingresos sería menor, podrían vivir tranquilos. Así que, de la noche a la mañana, toda la familia se instaló en aquel rincón apartado de los montes de León.

Hacía ya un año de todo aquello, tiempo en el que su madre había ido recuperando, poco a poco, la sonrisa. A María no le había costado demasiado trabajo hacer amigos entre los pocos niños del pueblo, con los que jugaba por los campos. Casi todo había salido a pedir de boca, pero había un detalle, del que no podía hablar con nadie, que le atormentaba… y no era otro que su casa. Recordaba perfectamente lo que sintió al entrar en ella por primera vez,  pues nada más cruzar el umbral de la puerta, notó que algo extraño flotaba en el ambiente. Su familia no lo percibió y parecía encantada de poder estar allí, pero ella siempre estaba alerta. La primera noche fue una de las peores de su vida. No pegó ojo en aquel enorme camastro, ya que el aire estaba infestado de ruidos: el viento que aullaba lastimoso, como avisando de que algo malo se acercaba, unos golpes secos que, cada cierto tiempo, la sobresaltaban y el chirriar de una ventana distante, que se asemejaba a la risa de una malvada bruja. Y no podía moverse de allí, ya que, entre su habitación y la de sus padres, había una distancia de dos salas sombrías que en aquel momento le parecían inabarcables para sus temblorosos pasos. Cuando, al día siguiente, comentó lo terrorífico de la noche desvelada, su tío, que había ido a saludarles, entre risas la llamó “niña mimada de ciudad” y le dijo que esos ruidos eran lo corriente en las casas antiguas de pueblo. María, avergonzada, se prometió a sí misma que investigaría por su cuenta cada rincón de todas las habitaciones hasta dar con la clave del misterio que sabía que había detrás de aquellos ruidos. En sus labores de búsqueda (siempre de día, por supuesto), había encontrado un desván repleto de cosas antiguas y olvidadas, donde su intuición le decía que encontraría lo que buscaba.

Esa era la situación cuando sus padres la dejaron sola durante toda una tarde fría de invierno. Volverían por la noche, pero nadie diría que todavía era de día, pues el sol les había abandonado hacía tiempo, y mientras ellos se alejaban calle abajo, negros nubarrones se arremolinaban en el cielo. Efectivamente, la lluvia no se hizo esperar, y de qué manera. Sentada en el sofá, la mirada fija en la página que no lograba acabar de un libro cualquiera, María escuchaba los goterones que llegaban a la empapada tierra con rabia. El ensordecedor ruido que parecía romper el techo le hizo pensar que la lluvia estaba dando paso a un furioso granizo, acompañado por lejanos y aterrorizadores truenos. El terror iba en aumento. “Pero qué estoy haciendo, soy mayor. Es solo una tormenta” pensó. Así que, con un coraje desconocido, decidió obviar el ruido que venía de fuera y ducharse. Le encantaba el momento del baño. Podía estar horas allí dentro, disfrutando del calor del agua hirviente en invierno y el frescor del agua cuando hacía calor. Además, el universo de la bañera era convertido a veces en escenario, donde, apoyada por una marea de seguidores invisibles, cantaba con pasión sus canciones preferidas.

Así que, rodeada en el exterior por una feroz tormenta y en el interior… no quería ni pensarlo, María empezó a ducharse. El maravilloso olor del jabón enseguida impregnó el aire del cuarto de baño, lo que le permitió un momento de tranquilidad. Pero, de repente, un trueno le recordó su penosa situación; además, desde el salón escuchó el sonido del teléfono. Al principio pensó no contestar, pues su amiga Fátima le había contado un estúpida historia el otro día, en el que aseguraba que el alma en pena de un labrador que se había suicidado hacía unos dos meses acechaba por las calles del pueblo, llamaba a las puertas y a veces por teléfono, y con una voz de otro mundo te avisaba de que algo horrible iba a suceder. En ese momento le había parecido una historieta absurda, pero aquella noche, mientras el viento ululaba en las ventanas y los truenos proliferaban en el cielo encapotado, no le parecía tan increíble. Ante la insistencia de la persona que llamaba, no tuvo más remedio que envolver su cuerpo mojado en una toalla e ir arrastrando los pies hasta el salón. Una leve inquietud le hacía templar ligeramente mientras descolgaba. Entonces, después de su tímido “¿Diga?”, oyó lo peor que hubiera imaginado nunca, pues una voz de ultratumba, que parecía sacada de los mismos infiernos, dijo:
-        
-              -  Hola.

Tan solo esta palabra provocó un estallido de pánico en la pobre María. Su corazón se paró en seco y un aluvión de lágrimas acudió veloz a sus ojos. Eran lágrimas de terror. En menos de lo que se tarda en contarlo, un silencioso grito de pánico revolucionó su interior, pidiendo clemencia. No pudo evitar levantar la vista, y le pareció que miles de maliciosos ojos la miraban por todas. La casa lo había conseguido. Todos esos fantasmas la habían estado avisando de que se fuera de allí, pues aquel era su sitio. Y ahora iba a pagar las consecuencias. La iban a matar, a asesinar, a despellejar. Iban a hacer de su cuerpo cachitos diminutos. “¡No por favor!” pensó.  

La voz al otro lado del teléfono, ante el silencio, volvió a hablar:
-          
-              - ¿Hola? María, soy el tío Juan. ¿Están tus padres en casa?
-           - ¿Eh? - titubeó nuestra protagonista – no están, vendrán en un rato, les diré que has llamado.


Cuando colgó, se tuvo que sentar un momento en el sofá, así, mojada y envuelta en toallas. Sentía todavía que los latidos de su corazón le golpeaban con furia el pecho y necesitó un momento para tranquilizarse del todo. De nuevo, miró a su alrededor. Ese fue el instante en el que se reconcilió con esas paredes, en el que se dio cuenta de que tan solo era una casa vieja, y lo demás producto de su imaginación. Una vez se hubo recuperado del susto, incluso se permitió el lujo de reírse a carcajada limpia por lo que había pasado. Y de este modo, sonriente, volvió para cantarle la mejor de sus canciones a su invisible audiencia, al calor del agua que caía en la bañera.

sábado, 4 de enero de 2014

¿Por qué escribir?

La necesidad de escribir es el colofón de un proceso que empezó hace mucho tiempo, en mi infancia. El primer recuerdo que conservo con un libro en las manos es incluso de antes de saber leer, ya que me pasaba horas enteras hablando con esos dibujos e imaginando historias con ellos. Cuando por fin aprendí, devoraba sin ningún tipo de filtro todo lo que caía en mis manos, incluso enciclopedias y libros de filosofía. Me gustaba leer en voz alta y hacer voces. A veces escribía, pero no era una prioridad. Lo que provocó que mi relación con la palabra escrita cambiara a la de creadora fue la soledad, que en mis momentos más bajos sentía como una presencia que iba haciendo de mí un ser cada vez más pequeño, aislado y desgarrado. Poco a poco, las lágrimas se fueron convirtiendo en palabras, en historias en las podía caminar sin el vacío opresor que dominaba mi existencia. Llegó un momento en el que dejé de tenerle miedo a la soledad. Acompañada de palabras, las caras ya no eran inhóspitas, sino historias por contar, y el viento ya no me despeinaba, sino que hablaba. Así que, en definitiva, escribir es mi bastón, mi remedio y mi enfermedad, mi locura y mi cordura, a veces la razón de mi existir, y siempre mi vida.