lunes, 2 de febrero de 2015

Atardecer




Podías fusionarte con las luces que se perdían, por fin eternamente sola. Y todo lo demás se difuminaba, y tú también que te hacías luz, que ya no eras brazos o piernas o mente, que por fin eras luz.

Ese momento en el que el silencio era luz, y era denso, y te hacía volar porque tú ya no eras cuerpo, sino simplemente luz.

Rojos, esfera de rojos, de celestialmente rojos.

Porque por fin no era importante no ser de aquí o de allí, de mirar y esconderse y escribir y nunca valorarse con esta boca que se equivoca. Porque uno simplemente era luz, y era silencio, y en medio de las palabras uno por fin era silencio.

Y sonreír porque muy bien, y llorar porque muy mal, y un día adiós y gracias por participar. Y, en medio de todo eso, la pura luz, el descanso y el silencio; y lo inmutable, y ya nunca más el qué dirán, porque por un momento no hay pasado ni presente ni futuro, ni cuerpo ni sueños, ni pesadillas, ni imaginaciones que no se harán realidad porque ¡ay que ver las palabras! que se esconden en su propio sonido.

Y ya se va otro día, y nuevas preocupaciones y felicidades y cafés calentitos y frío en los pies y lloros porque quién sabe. Y vuelta a buscar, esa búsqueda que no acaba, que debería confiar en el instinto, por una vez.