Resultaba
agotador. Todos los días, a las cuatro y media de la mañana, se levantaba y
preparaba desayunos, y recogía y cocinaba, y llevaba y traía y besaba y nunca
soñaba en un mundo que era demasiada realidad.
Siempre había disimulado, desde que
había conocido al “hombre de su vida”. El que le dijo qué bellos ojos tienes,
me enamoran tus lunares, jugaría con la sombra de tus pestañas bajo las
estrellas. Claro está que ella le creyó. Se enamoró de sus bromas, de sus miradas,
de sus caricias. No oyó los consejos que la intentaban advertir, que él no era
como ella, que eran diferentes y nunca podrían ser. Que el enamoramiento pasa,
y a ella le iba a tocar observar cómo las cartas se las llevaba el viento.
Tenían
razón, claro. Pero, para cuando ella se dio cuenta de que había otros lunares,
otras pecas y otros ojos brillantes bajo la luz de la Luna, ya había hipotecado
su vida entera. Y quiso a sus hijos, y puso la otra mejilla, y disimuló su
ignorancia anacrónica pidiendo a un Dios en el que no creía con oraciones
aprendidas de memoria.
El día que él se fue, y la dejó con
unos niños que empezaban a volar solos, miró la puerta cerrada. Casi podía oír
las risas de la vida que seguía fluyendo, de la música que nunca iba a ser para
ella, de la danza en la que jamás participaría y de las fiestas a las que nunca
sería invitada.
¿Qué había pasado? ¿Era esto vivir?
¿Perder la vida entera por unas personas para las que era un trasto más en un
caserón polvoriento?
Le vio volver, a por sus cosas.
Cuando entró, él vio algo nuevo. ¿Dónde estaba? La buscó y la buscó. Cierto
sentimiento de deuda le apretaba el corazón y no le permitía alejarse sin más,
de alguna manera inexplicable tenía que volver a ella, explicarle que no lo
podía evitar, que nunca la había valorado, que nunca era tarde para volver a
sentir sus lunares bajo las yemas de sus dedos.
Pero ella ya estaba lejos. Se había
cansado de leer entre líneas, con el peso de su propia ignorancia. De vivir a
remolque entre gente que parecía merecerlo todo, saberlo todo. Nunca podría
leer esos libros, nunca abrirlos, jamás manosearlos, ni pintarlos, ni gozarlos.
Nunca aparecería el insomnio del que espera saber un final que se resiste, ni
por asomo una lectura conocida. Él siempre estaría veinte capítulos más allá.
Aprendió a leer en las caras,
mordiéndose los labios cuando la vergüenza acudía, con el pesado lastre de
décadas de silencio. Quedó como una idiota. Reconoció su agrafía entre
desconocidos que se buscaban en un camino incierto, encontrando mientras
caminaba voces como libros que le indicaban un sendero intransitado.
Viajó, sola. Su equipaje lo componía
su día a día, sin un futuro asegurado.
No volvió.