- ¿Seguro que no vas a tener miedo?
- - Sí mamá…
- - Para cualquier cosa, he dejado mi teléfono y el
de papá en la mesilla. Y también el de casa de los abuelos, y el de urgencias,
y el de…
- - Por favor, cariño- la interrumpió su marido-
vamos a llegar tarde y estaremos de vuelta para la cena. Que la niña ya no es
un bebé.
Pero María
todavía tuvo que aguantar un rato más de recomendaciones maternas, hasta que,
finalmente, sus padres se fueron. Con diez años, era la primera vez que se
quedaba sola en casa. Y, aunque delante de ellos se había hecho la valiente, la
verdad es que la situación no le hacía demasiada gracia. En su anterior hogar
no le hubiera importando gran cosa, pues se trataba de un bullicioso bloque de
vecinos en pleno centro de la ciudad. Cuando se sentía sola, no tenía más que
mirar a la ventana y ver durante todo el día infinidad de coches y personas que
iban de un lado para otro. Pero entonces, vinieron las calamidades, ya que a la
tristeza infinita que desprendían los ojos de su madre (depresión lo llamaban
los mayores), se le sumó la muerte de su querido abuelito. Ante tanto
desconsuelo, al padre de nuestra protagonista no se le ocurrió otra cosa que dejar el agotador trabajo de oficina y volver a su pueblo natal. Trabajaría en el
restaurante familiar, y aunque su nivel de ingresos sería menor, podrían vivir
tranquilos. Así que, de la noche a la mañana, toda la familia se instaló en
aquel rincón apartado de los montes de León.
Hacía ya un
año de todo aquello, tiempo en el que su madre había ido recuperando, poco a
poco, la sonrisa. A María no le había costado demasiado trabajo hacer amigos
entre los pocos niños del pueblo, con los que jugaba por los campos. Casi todo
había salido a pedir de boca, pero había un detalle, del que no podía hablar
con nadie, que le atormentaba… y no era otro que su casa. Recordaba
perfectamente lo que sintió al entrar en ella por primera vez, pues nada más cruzar el umbral de la puerta,
notó que algo extraño flotaba en el ambiente. Su familia no lo percibió y
parecía encantada de poder estar allí, pero ella siempre estaba alerta. La
primera noche fue una de las peores de su vida. No pegó ojo en aquel enorme
camastro, ya que el aire estaba infestado de ruidos: el viento que aullaba
lastimoso, como avisando de que algo malo se acercaba, unos golpes secos que,
cada cierto tiempo, la sobresaltaban y el chirriar de una ventana distante, que
se asemejaba a la risa de una malvada bruja. Y no podía moverse de allí, ya
que, entre su habitación y la de sus padres, había una distancia de dos salas
sombrías que en aquel momento le parecían inabarcables para sus temblorosos
pasos. Cuando, al día siguiente, comentó lo terrorífico de la noche desvelada,
su tío, que había ido a saludarles, entre risas la llamó “niña mimada de ciudad”
y le dijo que esos ruidos eran lo corriente en las casas antiguas de pueblo. María,
avergonzada, se prometió a sí misma que investigaría por su cuenta cada rincón
de todas las habitaciones hasta dar con la clave del misterio que sabía que
había detrás de aquellos ruidos. En sus labores de búsqueda (siempre de día,
por supuesto), había encontrado un desván repleto de cosas antiguas y
olvidadas, donde su intuición le decía que encontraría lo que buscaba.
Esa era la
situación cuando sus padres la dejaron sola durante toda una tarde fría de
invierno. Volverían por la noche, pero nadie diría que todavía era de día,
pues el sol les había abandonado hacía tiempo, y mientras ellos se alejaban
calle abajo, negros nubarrones se arremolinaban en el cielo. Efectivamente, la
lluvia no se hizo esperar, y de qué manera. Sentada en el sofá, la mirada fija
en la página que no lograba acabar de un libro cualquiera, María escuchaba los
goterones que llegaban a la empapada tierra con rabia. El ensordecedor ruido que
parecía romper el techo le hizo pensar que la lluvia estaba dando paso a un
furioso granizo, acompañado por lejanos y aterrorizadores truenos. El terror
iba en aumento. “Pero qué estoy haciendo, soy mayor. Es solo una tormenta”
pensó. Así que, con un coraje desconocido, decidió obviar el ruido que venía de
fuera y ducharse. Le encantaba el momento del baño. Podía estar horas allí
dentro, disfrutando del calor del agua hirviente en invierno y el frescor del
agua cuando hacía calor. Además, el universo de la bañera era convertido a
veces en escenario, donde, apoyada por una marea de seguidores invisibles,
cantaba con pasión sus canciones preferidas.
Así que,
rodeada en el exterior por una feroz tormenta y en el interior… no quería ni
pensarlo, María empezó a ducharse. El maravilloso olor del jabón enseguida
impregnó el aire del cuarto de baño, lo que le permitió un momento de tranquilidad.
Pero, de repente, un trueno le recordó su penosa situación; además, desde el
salón escuchó el sonido del teléfono. Al principio pensó no contestar, pues su
amiga Fátima le había contado un estúpida historia el otro día, en el que
aseguraba que el alma en pena de un labrador que se había suicidado hacía unos
dos meses acechaba por las calles del pueblo, llamaba a las puertas y a veces
por teléfono, y con una voz de otro mundo te avisaba de que algo horrible iba a
suceder. En ese momento le había parecido una historieta absurda, pero aquella
noche, mientras el viento ululaba en las ventanas y los truenos proliferaban en
el cielo encapotado, no le parecía tan increíble. Ante la insistencia de la
persona que llamaba, no tuvo más remedio que envolver su cuerpo mojado en una
toalla e ir arrastrando los pies hasta el salón. Una leve inquietud le hacía
templar ligeramente mientras descolgaba. Entonces, después de su tímido “¿Diga?”,
oyó lo peor que hubiera imaginado nunca, pues una voz de ultratumba, que
parecía sacada de los mismos infiernos, dijo:
-
- - Hola.
Tan solo esta
palabra provocó un estallido de pánico en la pobre María. Su corazón se paró en
seco y un aluvión de lágrimas acudió veloz a sus ojos. Eran lágrimas de terror.
En menos de lo que se tarda en contarlo, un silencioso grito de pánico
revolucionó su interior, pidiendo clemencia. No pudo evitar levantar la vista,
y le pareció que miles de maliciosos ojos la miraban por todas. La casa lo
había conseguido. Todos esos fantasmas la habían estado avisando de que se
fuera de allí, pues aquel era su sitio. Y
ahora iba a pagar las consecuencias. La iban a matar, a asesinar, a
despellejar. Iban a hacer de su cuerpo cachitos diminutos. “¡No por favor!”
pensó.
La voz al otro
lado del teléfono, ante el silencio, volvió a hablar:
-
- - ¿Hola? María, soy el tío Juan. ¿Están tus padres
en casa?
- - ¿Eh? - titubeó nuestra protagonista – no están,
vendrán en un rato, les diré que has llamado.
Cuando colgó,
se tuvo que sentar un momento en el sofá, así, mojada y envuelta en toallas.
Sentía todavía que los latidos de su corazón le golpeaban con furia el pecho y
necesitó un momento para tranquilizarse del todo. De nuevo, miró a su alrededor. Ese
fue el instante en el que se reconcilió con esas paredes, en el que se dio
cuenta de que tan solo era una casa vieja, y lo demás producto de su
imaginación. Una vez se hubo recuperado del susto, incluso se permitió el lujo
de reírse a carcajada limpia por lo que había pasado. Y de este modo,
sonriente, volvió para cantarle la mejor de sus canciones a su invisible
audiencia, al calor del agua que caía en la bañera.