martes, 22 de marzo de 2011

Un miércoles de febrero

El limón gigante se metió en la habitación donde nos encontrábamos jugando al póker el entrenador mexicano, el caniche, el violín corneta y yo. Se sentó, comenzó a barajear. Sus pequeñas manos amarillas movían la baraja con una soltura inusitada, las cartas iban y venían en sus expertas manos...

De fondo, tímidamente, comenzamos a escuchar una melodía que me resultaba vagamente familiar. El limón se puso nervioso, sus manos comenzaron a temblar y las cartas salieron volando por los aires. La música, al principio vaga y difusa, iba aumentando su nivel, miles de cartas caían del techo sin cesar, el sonido crecía y crecía, empezando a introducirse en mi oído de forma dolorosa, el caniche no paraba de aullar y el violín corneta huía despavorido por el pasillo sin fin, la locura se apoderó de todos nosotros!

Como atronador ejército de trompetas y tambores, como orquesta de instrumentos desafinados tocando al unísono, como enjambre de abejas sobrevolando mi tímpano, así apareció aquella mañana el despertador.

Todavía desorientada ante la súbita aparición de mi propia conciencia, la parte meramente instintiva de mi cuerpo insistía en la opción de seguir envuelta en mantas y disfrutando del espéctaculo de mi imaginación disparatada, pero aquel era uno de esos miércoles fríos de febrero en el que cada minuto ya tiene una tarea asignada y ninguna se da en posición horizontal, así que, desoyendo las súplicas de mi débil cuerpo, me dirigí al baño a asearme.

Cada mañana igual. Me aseo, elijo la ropa que va a definir mi puesta en escena ante los personajes que se vayan presentando, hago la cama, el pijama colocado bajo la almohada, selecciono mis herramientas de trabajo (violín y otros accesorios), bajo a la cocina, donde me espera mi obligado café con leche y los dulces o las tostadas que encuentre por allí, le abro la puerta a mi madre, saca el coche, me meto dentro. Nos vamos.

A veces hablamos del día que comienza, pero mi capacidad de comunicación sigue su propio ritmo interno y duerme todavía a esas horas intempestivas, así que la conversación no resulta fluída y solemos pensar en nuestro propio quehacer, cada una el suyo.

Llegamos a la estación, un beso de despedida. "Que pases un buen día, nos vemos por la tarde hija". Voy corriendo, hoy lo cojo, y... sí. Llego a mi tren.

Me siento. A través de las ventanas, todavía es de noche, pero se empieza a adivinar un atisbo de claridad. Tengo por delante cuarenta minutos de viaje hasta el Conservatorio, hasta el comenzar frénetico y siempre cambiante de mi día a día.

Mañanas de invierno...

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