Érase
una vez un puente que no iba hacia ninguna parte. No cruzaba ningún río, no
había un abismo debajo de él que justificara su existencia. Simplemente, estaba
allí.
Era
de colores, aunque no recuerdo exactamente de cuáles. Tenía ciertas tonalidades
amarronadas que hacían que el caminante se confundiera, y pensara que iba
andando por el camino recto que corría paralelo a este. Pero, de repente,
aparecía un adoquín verdeazulado, o amarillo, o un rojo repentino que cejaba al
viandante por unos segundos, que le perdía y le hacía transitar sin rumbo en
ese puente hacia ninguna parte.
El
puente había sido construido en una noche, apareció de repente, y hay quien vio
una sombra que se alejaba andando en zigzag.
En
principio, nadie tendría que haber caminado por él. Era largo y tortuoso, y
cambiaba de rumbo según su propio (desconocido) criterio. Iba y venía por entre
poblaciones que a nadie importaban, por entre valles que podían ser floreados o
tremendamente inhóspitos, según la época del año. Además, al contrario de lo que
pasaba con los conductores de coches que se movían cómodamente por una bien
construida y recta carretera, aquí había que hacer todo el camino a pie.
Los
adoquines estaban, en la mayor parte de los casos, desencajados y fuera de su sitio.
Eran traicioneros y, cuando más tranquilamente andaba el incauto caminante, se
adelantaban de improviso y este se solía dar de bruces contra el suelo. Era, de
hecho, habitual encontrar transeúntes perdidos por el puente, cansados de vagabundear
sin destino, hartos del capricho de una construcción que no tenía motivo ni
porqué.
Pero
todo cambiaba cuando salía el sol. Durante esos instantes, no importaba no ser
de aquí o de allí. Y se paraba el tiempo, por unos momentos de imposible
felicidad pasajera. De repente, la carretera tampoco iba hacia ninguna parte, y
los (habitualmente) seguros conductores perdían la orientación.
Ya
no había necesidad de andar, todo cobraba un extraño pero bello sentido. Y era
mágico, porque en una sociedad que tiene explicación para la vida y la muerte,
y el amor y la mentira, y la risa y la violencia, y de nuevo el escurridizo
amor… en ese mundo de explicaciones y consejos, de gente con los pies en el suelo…
De
repente, había silencio.
Hablaban
los colores de los adoquines, reluciendo como si alguien hubiera pasado un paño
mojado por encima. Charlaban los unos con los otros, en su idioma siempre
recién nacido, produciendo un enigma con el chocar de sus paredes pintadas.
Tras
esto, claro, volvía el caos.
Los
cegados viandantes del puente hacia ninguna parte seguían su camino, de nuevo
sin motivo, de manera inexplicable, incapaces de caminar ya por el recto sendero
que corría paralelo a su lado.
Quizá
merece la pena caminar sin rumbo -pensaba uno de ellos-, siempre desquiciado,
equivocándome a cada paso… por conocer la belleza, y el silencio, y por dudar y
saber a partes iguales. ¿Por qué será que me siento vivo?
Quizá.