El río Angará empezó siendo como todos; es decir, durante un tiempo se compuso de una cavidad alargada, bastante grande (incluso amplia, incluso inmensa), en la que vivían animales, que parecían inocentes, a saber:
- Ratas nadadoras que construían diques.
- Peces pequeños, que se colaban entre los dedos de los pies.
- Peces grandes, que se devoraban los unos a los otros.
Y algún animal más, que acababa por componer esta fauna.
Pero un día, como si alguien hubiera destaponado un mecanismo invisible, el río Angará se empezó a evaporar. Nubes y más nubes, producto de esa extraña condensación, subían en dirección al cielo. Las ratas y los peces grandes y pequeños observaban impotentes este extraño suceso. La gente que habitaba en casas de madera no entendía la razón de que el agua que regaba sus dachas y lavaba sus ropas y les daba de beber iba desapareciendo poco a poco, sin dejar rastro.
Y algo había ocurrido. El río Angará se había enamorado.
De un cabello largo y rizado, de unas lágrimas saladas, de un nadar lánguido y desigual que había cesado de repente, entre vísceras golpeadas y sangre incomprendida.
El río Angará no quería ser. Y se iba, se estaba yendo. Solo quedaba ya un un absurdo reducto, un último hilo de agua-vida que acabaría con todo lo que había sido.
Un último suspiro, una llamada de socorro desesperada se aupó en el viento huracanado, y se movió a través de las hojas de los árboles, por entre las rendijas de las puertas, colándose por ventanas y agujeros en las paredes.
Ella, la del cabello inverosímil, la del andar indirecto y el sueño profundo, recibió la súplica como una oleada inevitable. Nada pudo hacer, el Angará se la tragó hasta lo más profundo, transformando su cuerpo en líquido y sus ideas en vida, y el sonido de su voz, en viento.
Nadie la oyó, ni la vio. Jamás pudo volver a su ser.
Poco a poco se alejó de su yo primigenio, y empezó a ser diques, y agua para el regadío y, tras varios cambios en el mundo, incluso electricidad.
El río Angará volvió a ser, pero con nuevos inquilinos. Unas algas como ramas que se zafaban por entre las piernas de los bañistas incautos, y de las ratas despistadas, y de los (no tan rápidos) peces grandes y pequeños.
Sus enrevesados cabellos nunca perdieron su sensibilidad.
Ella es Angará, y Angará es ella misma, y a la vez su carcelero.
Pero nadie oye ya sus lamentos en el viento.